El siguiente  relato lo ha escrito Javier Alandes, el papá de Aitana. Está participando en un concurso de cuentos de Navidad de Zenda e Iberdrola, y como no, le doy espacio en mi blog.

La distancia del silencio

Siempre he creído que oír está sobrevalorado. Prefiero una imagen, un color o palabras escritas. No hay nada que no se pueda expresar con cualquiera de esas cosas. Por eso me daba pena Julio, a quien mamá le compraba un cupón todos los días. Podrían explicarle cómo era una puesta de sol, pero jamás se haría una verdadera idea de la realidad. Creo que le resultaría difícil comprender que tenías que entornar los ojos porque el sol reflejaba en el agua del lago a última hora de la tarde, hasta que se escondía tras las montañas y volvías a abrirlos del todo. Mis prematuras patas de gallo deben ser el resultado de contemplar esa maravilla. O cuando la noche se ilumina con los fuegos artificiales en los días de fiesta. O los árboles zarandeados durante una ventisca. Quienes son ciegos jamás apreciarán esas cosas, y no puedo evitar sentir pena por ellos.

En cambio, yo, sólo soy sorda. Profunda, bilateral y serenamente sorda. No me interesaba qué decían los demás, todo lo que era importante para mí se hallaba en los libros. O en los subtítulos de las películas que me prestaban en la asociación. ¿Quién necesita que le expliquen a hacer una ecuación si lo puedes leer en un libro? Como decía papá, mientras se ponía frente a mí y sonreía, era una afortunada por no tener que oír tantas tonterías. El cántaro vacío es el que más ruido hace.

Aprendí lengua de signos, mis padres lo intentaron, pero sólo me servía para comunicarme con otras personas sordas. El mundo era demasiado pequeño. Hasta que descubrí que, escribiendo en el teléfono móvil, éste daba voz a mis palabras. Eso, y la lectura labial, me bastaban para saber todo lo que quería. Y mis pocas amigas se acostumbraron a ello. Yo les leía los labios, y mi teléfono les contestaba.

Siempre me ha gustado la navidad, pero la Nochebuena empezó a hacerse cuesta arriba. Todos los años viajamos al pueblo de mamá, donde los abuelos celebran tener a toda la familia bajo el mismo techo al menos unos días. Las lágrimas de la abuela al vernos, mientras, en mi honor, lleva sus manos al corazón para mostrarme cuánto se alegra de verme. Apenas puedo leerlo en sus labios, le cuesta decirlo debido a la emoción. Te quiero, mi niña. El abrazo protector del abuelo. Apoyada en su pecho, siento el retumbar de su voz, sin saber qué dice. Y las serias preguntas de mis tíos a mis padres sobre cómo iba en el colegio, si tenía amigos o en qué podría trabajar cuando fuera mayor. Mis primos hacía tiempo que perdieron la habilidad de comunicarse conmigo como cuando éramos pequeños. Me había convertido en una rareza, aislada y sintiendo vergüenza de que mi teléfono hablara por mí.

Papá me explicó que el médico que iba a verme era especialista en implantes cocleares. Un oído artificial implantado en el cráneo para que personas sordas pudieran oír. Me dijo que no le importaba que su hija fuera sorda, pero que sólo quería poner oportunidades al alcance de mi mano. Mamá no estaba tan convencida, le daba miedo la operación. Aunque en el fondo, lo aprendí después, mi sordera significaba para ella un vínculo entre ambas, algo que le hacía sentirse imprescindible en mi vida.

No fue fácil. La operación, las cicatrices en la cabeza, visibles hasta que volvió a crecer el pelo, y pasar del sereno silencio al abrumador sonido. El mundo nunca callaba, ¿cómo podía la gente vivir así? Necesitaba desconectar mis implantes varias veces al día, volver a esa tranquila soledad de la ausencia de ruido. Pero descubrí que la puesta de sol era más deslumbrante acompañada de una canción, que los fuegos artificiales iluminaban el cielo con un estruendo que me asustaba, y que la ventisca silbaba amenazadora mientras jugaba con las copas de los árboles.

Pasados unos meses, lo único que no me gustaba era mi propia voz. Desentrenada, me costaba vocalizar y enlazar las palabras en mi cabeza para que salieran por la boca. Pero descubrí que no es obligatorio hablar. A menudo, sólo escuchar es más que suficiente.

Tenía miedo, el corazón se me desbocó cuando el coche tomó la curva de la cuesta que lleva a casa de los abuelos. Todos lo sabían, iba a ser la curiosidad de la Nochebuena. Mamá me había cedido el asiento delantero, y papá conducía con una mano porque con la otra acariciaba mi brazo, tratando de tranquilizarme.

Capitán ladra, anunciando nuestra llegada. El abuelo sale a la puerta, alertado por el perro, y envuelta en su abrazo, siento el retumbar de su voz. Pero hoy también la oigo – mi pequeña princesa -, y el cuerpo me vibra cuando esas palabras llegan a mí. Al entrar, el fuego crepita en el hogar, y un coro de villancicos suena en la televisión. La abuela, con lágrimas asomando, se lleva, en mi honor, las manos a su corazón y apenas puede balbucear –…te … quiero, mi …niña -. Se le rompe la voz cuando me estrecha en sus brazos. Fe-liz… Navi-da-d, a-a…bue-la. No me importa que el sonido de mi voz sea torpe y deshilvanado. Sé que para ella es el mejor regalo.

Ahora, cuando le compre un cupón a Julio, me seguirá dando pena, porque está alejado de las cosas. Pero yo no me daba cuenta de que vivía alejada de las personas.

Autor: Javier Alandes García
@j_alandes
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